domingo, 21 de julio de 2013

City Lights, de Charles Chaplin


                                                                                                                          
                         "la primera impresión es la que cuenta”

                      
En la película Luces de la Ciudad, de Charles Chaplin, del año 1931  podemos ver cómo, de determinadas formas, los conceptos de construcción identitaria, imaginario social e individual, lugares simbólicos del Yo y del Otro y las manifestaciones de todo esto a través de lo sensorial,  están todo el tiempo siendo remarcados, y constituyen la piedra angular de la reflexión fílmica que hace Chaplin al respecto: ¿Qué es lo que percibimos del Otro? ¿Cómo construímos su imagen? ¿Es esta una construcción propia, particular, de lo que nosotros queremos que sea el Otro? ¿Conocemos verdaderamente al otro, sólo a través de nuestros sentidos, o en realidad construimos, casi arbitrariamente, una imagen de lo que queremos que sea? Y de forma inversa, pero en el mismo sentido: ¿realizamos una construcción de nosotros mismos, frente al otro, con vistas a una aceptación societaria?
Chaplin construye este discurso poniendo de manifiesto tres instancias perceptivas sensoriales claramente diferenciadas entre sí narrativamente, en sus personajes principales, su protagonista, Charlot y la chica ciega (Virginia Cherrill), sobre los cuales construye toda su relación hasta el final: la voz, el tacto, y, finalmente, la vista.
Simmel aclara, en primer lugar, algo clave para esta primera aproximación:

Nada de esto sirve para el conocimiento o determinación del otro; lo que ocurre es, únicamente, que yo experimento una sensación agradable o desagradable cuando el otro está ahí y le veo y le oigo. Pero esta reacción del sentimiento, producida por su imagen sensible, le deja afuera, por decirlo así.[1]

Es decir, por un lado, claro está, el conocimiento genuino del Otro, su determinación; surge más bien de la experiencia con el Otro, del intercambio que se produce a partir de la actuación conjunta junto al otro. Pero en un primer lugar, como dice Simmel, ese primer puente que se teje entre el Uno y el Otro, es a partir de los sentidos, a través de los cuales el Otro anuncia su llegada a nosotros, y nosotros nos anunciamos, (o Enunciamos) frente a él. Por otro lado, es importante entender, a su vez, algo clave, que justamente, hace que ese puente se produzca, y que tiene que ver con lo que Marx llama la conciencia social y que se relaciona estrechamente con los modos de producción:

El modo de producción de la vida material determina el carácter general de los procesos sociales, políticos, y espirituales de la vida. No es la conciencia de los hombres lo que determina su existencia, sino, por el contrario, su existencia social la que determina su conciencia (…)[2]
 
Por supuesto que en el film no se hace hincapié con el tema de los medios de producción económicos de la sociedad y como estos influyen en los distintos estratos que se tejen entre los incluidos y los excluidos, los dominantes y los dominados; o al menos no en el mismo sentido en que se construye con Tiempos Modernos, que sí se aboca mucho más directamente a este tema, pero sin embargo, el contexto urbano en el que Chaplin sitúa la película, que sirve de componente vital para comprender este tipo de relaciones que se tejen, donde la existencia de los medios de producción se hace inevitable, puesto que la ciudad es algo que existe gracias a los medios de producción, a la concentración de capital, etc. Por otra parte también lo podemos observar en la figura del burgués rico que es el mejor amigo de Chaplin cuando está borracho pero se deshace de él apenas se pone sobrio. Eso es justamente un señalamiento punzante a la consecuencia sociológica de la idea de clase: la idea de “yo no soy así, pero debo serlo”, el burgués, estando sobrio, debe comportarse como tal, de acuerdo al estrato al que pertenece, formar parte, alienarse con su pertenencia al lugar que ocupa en la sociedad. Estando ebrio, en contraposición, se permite ser él mismo, la diferencia de clase que mantenía con el vagabundo se derrumba y de hecho, al ver esa propia falsedad de la que forma parte, se aboca repetidamente a intentos de suicidio.  Esto es, justamente, una forma poética de entender cómo funciona el imaginario social en una sociedad y como se producen distintas relaciones de poder, de sumisión y control. En referencia a los escritos de Marx, nos dice Zeitling:

La frase “relaciones de producción”, como él mismo declaró, aludía a las “relaciones de propiedad” fundamentales de una sociedad. En el proceso de la producción, los hombres trabajan con otros hombres, pero también trabajan para otros hombres. Bajo el capitalismo, los que poseen y controlan los medios de producción tienen gran poder sobre quienes no los poseen ni controlan; estos, que han sido separados de sus medios de producción y que –por ende- sólo poseen su fuerza de trabajo, sirven y obedecen. Así, el concepto de propiedad se convierte en el punto de partida de la teoría de las clases de Marx. (…)[3]

El hecho es que esto, por supuesto, no culmina ahí. Si hay quién es dueño del medio de producción y que detenta un poder muy fuerte sobre el que no lo posee; en consecuencia traerá aparejadas consecuencias sociológicas muy fuertes. En Luces de la Ciudad vemos, como una muestra de esto, esa relación “dominante/dominado” y como se refleja, a su vez, en una construcción social, en una ficción imperante, o, básicamente, en un imaginario. El burgués, entonces, debe representar a la burguesía: en ningún caso podría andar rodeándose de vagabundos, obreros, etc; y viceversa. Zizek hace mención a un texto de Bertold Brecht, llamado Herr Puntila y su criado Matti, que, según él, es posible que se haya inspirado en esta película, ya que trata de un patrón que es sumamente violento y autoritario con su criado, excepto cuando está borracho. La causa y, casi paradójicamente, la consecuencia es social.

Para Marx, pues, las ideas y las concepciones, lejos de tener una existencia independiente, están íntimamente vinculadas con la actividad material y el intercambio social de los hombres reales. La religión, la moral, la filosofía y el derecho –en una palabra, la ideología- no tienen historia o desarrollo propios. Cuando se habla de la historia de la religión, del derecho, etcétera, se abstraen las ideas de la vida real; se cosifican conceptos que no tienen ninguna existencia separados de los hombres vivos. Las ideas no existen ni se cambian. Son los hombres vivos quienes cambian, junto con las condiciones materiales de su existencia, y también cambian su pensamiento y los productos de su pensamiento.[4]

Está claro que entonces esta construcción social no se refiere a un ser en sí, a partir del cual uno se enuncia frente al otro, sino más bien a un simulacro del ser, al que se refiere precisamente Zizek, al citar a Kurt Vonnegut: “Somos lo que simulamos ser, de modo que debemos tener cuidado con lo que simulamos ser.”

Y es aquí donde podemos remitirnos, entonces, a esa primera escena de la película que ilustra con mucha nitidez todo esto.
En una producida ceremonia, se inaugura un monumento (escultura), en un parque de la ciudad. Dicho monumento se encuentra tapado por un manto blanco, a la espera de ser descubierto. Cabe destacar  también que todos los ciudadanos allí presentes en dicha ceremonia visten tonos claros y se puede conjeturar con tranquilidad que pertenecen al estrato medio-alto de la sociedad, junto con la presencia de autoridades gubernamentales, policía, etc. En el momento en que se descubre el monumento vemos a Charlot durmiendo en el regazo de una de las estatuas, de una perfección física semejante a las antiguas esculturas griegas. Las autoridades, entonces, no tardan en reaccionar, exigen a viva voz que ese pequeño vagabundo vestido con su trajecito oscuro, claramente contrastante tanto con la escultura como con el resto del público, desaparezca del monumento, que abandone la escena. Y por otro lado, el público en general, más atrás, aplaude y ríe a carcajadas. Esto se puede leer de varias formas: por un lado toda la muchedumbre, que ríe de algo tan nefasto como un pobre hombre sin vivienda propia, que duerme en una plaza; ese es, justamente, ese efecto tragicómico del asunto, la risa por la no comprensión de la gravedad del problema. Por otro lado, y, en efecto, este pequeño hombrecito establece un punto de contraste muy fuerte con las magnas y perfectas estatuas blancas, pulcras. Él es, como menciona Zizek, en dentro de un análisis contundentemente lacaniano de la película, una mancha, un ente parasitario, una contaminación visual  a los ojos de esos Otros, que representan, como una muestra genérica y metafórica, a la forma de ver de la sociedad en sí al Otro. En este punto queda anclado en forma definitoria, el lugar que ocupa Charlot en la sociedad: un lugar ajeno, marginal, al que no pertenece y que, a su vez, no le pertenece.. En palabras de Zizek:

(…) el rasgo fundamental de la figura del vagabundo es su interposición: siempre se interpone entre una mirada y su objeto “propio”, fijando en sí mismo una mirada destinada a otro, punto u objeto ideal – una mancha que perturba la comunicación “directa” entre la mirada y su objeto “propio”, desviando la mirada recta, convirtiéndola en una especie de bizquera-.[5]

Es así como podemos ver que en el objeto “propio” de la mirada de esta muchedumbre amontonada en el parque, esto es, la escultura, la estatua, ese objeto que representa la grandeza, la firmeza, la perfección, en  cuya magnificencia se ve reflejada esa muchedumbre; se encuentra interpuesta una figura indeseable, que impide ver cara a cara ese reflejo construido de lo que la sociedad pretende ser. Esta figura indeseable irrumpe en esa línea recta, quebrándola, y, a su vez, con mayor énfasis, al tratarse de un vagabundo “desclasado” muestra la imperfección misma de esa sociedad, poniéndola en evidencia. Es por esto que este sujeto, como bien establece Zizek, toma el carácter de mancha, “algo que no queremos ver [sobre todo de parte de las autoridades] de nosotros mismos” [“El abismo al que me arrojas está dentro de ti”]. Por esto mismo se genera ese revuelo escandaloso en ese conjunto de personas al ver a Charlot, que, a su vez, se bifurca en dos: la risa cruel por parte de la muchedumbre (y de nosotros espectadores) por un lado; y la repulsión por parte de las autoridades gubernamentales (que quedan mal). Él representa, básicamente, el derrumbe de la fantasía imaginaria presente en esa ceremonia, de esa construcción ficcional imperante, el submundo, el horror de lo real.
Y aquí es donde, justamente, la sociología de los sentidos propuesta por Simmel toma mayor fuerza: Charlot representa a la vista, todo aquello a lo que la sociedad se dedica a “mirar para otro lado”, a hacer de cuenta que no existe, a darle la espalda, mientras contempla exaltadamente la perfección aparente de esos Davides esculpidos a los que aspira.
Con lo cual, en palabras de Simmel:

Pero la vivísima acción recíproca en que entran los hombres al mirarse cara a cara, no cristaliza en productos objetivos de ningún género, la unidad que crea entre ellos permanece toda en el proceso mismo, sumida en la función. Y esta relación es tan fuerte y sutil que solo se verifica por el camino más corto, por la línea recta que va de ojos a ojos. La más mínima desviación, el más ligero apartamiento de la mirada destruye por completo la peculiaridad del lazo que crea (…) [6]

Una vez más: “somos lo que simulamos ser”; y esa simulación societaria, ese anhelo de perfección e inmortalidad, esa fantasía es destruida por la presencia repentina de Charlot durmiendo en el regazo de la estatua.
Ahora bien, ha quedado establecido el lugar que ocupa Charlot en la sociedad y, al mismo tiempo, la no aceptación de su persona en ella. Este primer anclaje propuesto por Chaplin en la película nos permite llegar al punto siguiente donde se encuentra con una chica ciega. En este punto se produce una doble construcción (en el imaginario individual, fantasmático, simbólico): de la chica ciega hacia la persona de Charlot, y, por otro lado, de Charlot consigo mismo frente a la chica. Esto es, en primer lugar, la chica ciega, a través del sonido, construye un lugar imaginario donde inserta al vagabundo -sin embargo el verbo construye debería ser leído aquí como “inserta” a secas, ese lugar no surge súbitamente, es algo construido, incorporado, representa ese lugar perdido del Padre-.
En efecto, el vagabundo, escapando de la persecución policíaca se mete en uno de los lujosos coches para cruzar la calle, y al cerrar la puerta, la chica construye, en su imaginario, por asociación con el sonido, la figura de un hombre rico. Ahora bien, esto puede deconstruírse en varios aspectos. Por un lado, la asociación de ese sonido con una imagen que la chica construye en su propio imaginario fantasmático, como dice Zizek, obedece, empero, a una cuestión auditiva que puede explicarse en forma sociológica, específicamente en palabras de Simmel:

Por eso son completamente distintos el estado de ánimo sociológico del ciego y el del sordo. Para el ciego, el otro solo existe propiamente en la sucesión temporal de sus expresiones. El ciego no percibe la simultaneidad inquieta e inquietante de todos los rasgos esenciales de las huellas de todos los pasados, que se dilatan en el rostro del hombre; y este quizá sea el fundamento del humor apacible y sereno con que el ciego considera amistosamente cuanto le rodea. [7]

En efecto, el contraste inmediato se produce cuando el vagabundo, siendo perseguido por la policía que custodiaba la estatua, en respuesta a una multitud enardecida que lo expulsa de la ceremonia por su propia condición de tal; se encuentra con la afabilidad repentina de la chica ciega, con su simpatía y serenidad. Ella no debe cargar (aún, y de esto mismo se tratará toda la película en sí, hasta el momento donde finalmente esto se revela), con el peso de la historia escrita en ese rostro del vagabundo, con su propia condición de tal, que recibe esa herencia maldita por parte de la sociedad, que se niega a aceptarlo.
Al mismo tiempo, y en consonancia, podemos ver como ella construye, solo a partir de esto, la idea de un príncipe azul que ha venido a rescatarla. Charlot pasa a ocupar, de forma súbita, ese lugar en su imaginario, un lugar simbólico que la chica ciega, inevitablemente, por tener ella también un lugar precario en la sociedad, ya había construido previamente: la idea del padre protector, de la salvación, el héroe.
En palabras de Zizek, comentando una curiosidad de la filmación de la película:

Y este fue el problema que provocó tantas demoras cuando Chaplin estaba filmando la escena de la identificación errónea: la filmación se extendió durante meses y meses. El resultado no satisfacía sus exigencias, en tanto insistía en pintar al hombre rico con el que es confundido el vagabundo como una “persona real”, como otro sujeto en la realidad diegética del film; la solución apareció cuando Chaplin comprendió, en una iluminación súbita, que no era necesario en absoluto que el hombre rico existiera, que bastaba con que fuera la formación fantasmática de la pobre muchacha (…) En la red de relaciones intersubjetivas, cada uno de nosotros es identificado con y atribuido a cierto lugar fantasmático en la estructura simbólica del otro.[8]

Al mismo tiempo en Simmel, nos remarca una cosa más, fundamental, que explica también el hecho de que la muchacha no cuestione el lugar en el que inserta a este hombre desconocido:

Sociológicamente el oído se diferencia, además, de la vista, por la falta de aquella reciprocidad que produce la mirada cara a cara. En esencia, el ojo no puede tomar nada sin dar al mismo tiempo algo, al paso de que el oído es el órgano plenamente egoísta, que no hace más que tomar, sin dar nada. (…) Paga, sin embargo, ese egoísmo, con su incapacidad de desviarse o cerrarse, como los ojos: el oído no hace más que recibir, es cierto, pero en cambio está condenado a recoger todo cuanto caiga en sus manos, lo cual, como se verá, produce consecuencias sociológicas.[9]

En  efecto, es evidente el precio que paga la muchacha por tomar, potenciado por su ceguera a cuestas, un sonido cualquiera y construir con él esa consecuencia sociológica, esa entidad sociológica de la que ella se enamora. El interrogante final de la película, justamente, está puesto en si ese amor que le produce dicha construcción está correspondido verdaderamente con la persona de Chaplin, o con lo que él simulaba ser, a partir de dicha construcción, y viceversa, si el de Charlot se corresponde con ella, vidente e independiente, o si sólo la amaba como una mujer que necesitaba un salvador, una figura paterna. Pero la película nunca lo revela, y su consecuencia, entonces, es trágica. Volveré luego sobre esto.
Pero lo importante, sin embargo, no es tanto la construcción que realiza la chica, sino el hecho de que Charlot acepte esto inmediatamente, en lugar de explicarle o simplemente dejarlo pasar. El hecho de que él quiera simular ser ese príncipe azul a partir de allí, que lo aleje, al menos por un rato de ese lugar que él ocupa en la sociedad es justamente el núcleo de este conflicto: al contrario, quizás de la escena de la estatua, donde él cumple ese rol obligado de interposición, en este caso él decide ser esa interposición. Al respecto, y en consonancia, podemos encontrar algo muy interesante en Las Heridas de Narciso, de Nelly Schnaith:

En todo lo que hacemos o decimos queremos expresar, además, otra cosa que lo que hacemos o decimos. La pluralidad de sentidos invade nuestro ser y nuestro obrar no por superposición, sino por mutuas interposiciones que no pueden rastrearse más allá de un límite en que la autointerpretación gira sobre sí misma en el vacío. La purificación de los signos no conduce a signos puros sino a los confines intransgredibles de la significación. La experiencia de ese límite –no su conocimiento, imposible por principio- constituye una herida irrestañable en el narcisismo del hombre moderno: lo expropia de la fiabilidad misma de su imagen cuya proyección debería acrisolarse en el espejo de sus actos, de sus palabras y de sus obras.[10]

Una vez más, la idea de la interposición, de lo que aparece entre el plano de lo que se quiere ver, esto es, en el plano de ese lugar simbólico ideal, de la significación buscada, a la que se refiere Schnaith, y el Narciso que quiere verse reflejado allí, en esa fantasía: para las autoridades, la estatua, la idea de la perfección y la grandeza; y, para la muchacha, la idea del padre, del príncipe azul, del ente protector. Chaplin entonces, juega, en ambos casos, ese papel de lo que se interpone, la mancha en el cuadro, que quiebra esa la interpretación uniforme o unidimensional del sentido, creando una distinta, como la denomina Zizek, “bizca”, torcida; o, a mi juicio, real. Es en este mismo sentido que el protagonista, Charlot, a mi entender, representa, justamente esa purificación del signo: que ocupa en la sociedad, una vez más: el horror de lo real. Lo puro, lo real, no es jamás la interpretación unidimensional de una realidad, sino, como bien explica Schnaith, la  multiplicidad de sentidos, “los confines intransgredibles de la significación”.
Como ente purificador, Chaplin representa ese golpe final de la realidad, que se confirma, valga la redundancia, al final de la película, cuando la chica ciega finalmente ve lo que verdaderamente es aquel que ella creía un hombre rico, de la alta sociedad; o, dicho de otra forma, representa, justamente, esa herida final de Narciso, que devuelve un reflejo borroso, distorsionado, que “lo expropia de la fiabilidad misma de su imagen”. Paradójicamente, y esto es un gran mérito de Chaplin por su fuerza poética: cuando la muchacha es ciega, puede ver la perfección de la fantasía, ese lugar ideal, con gran nitidez, unidimensionalmente; en cambio, cuando ella finalmente ve, físicamente, puede ver la condición trágica,  del héroe, y el lugar precario que este ocupa en la sociedad, como a través de un cristal borroso, pero que, paradójicamente, representa la acrisolación de su reflejo.
Por esto mismo es que Zizek subraya con insistencia el caracter absolutamente trágico de ese final, y la excesiva malinterpretación de las sucesivas generaciones de espectadores que se maravillaban con un supuesto final feliz; donde finalmente el héroe se empareja con la mujer por la que cometió su sacrificio.
En efecto, lo que ciertamente ocurre es que todo el caballero rico imaginario que Charlot se esmeró por construir para ser aceptado por la muchacha y que ella espera con insistencia que vaya a su reencuentro, se derrumba estrepitosamente, y Charlot, con un rostro absolutamente frágil, desencajado, palpablemente avergonzado de sí mismo, se descubre ante ella tal como es, como ese reflejo real que hiere al Narciso. Pero antes de recurrir a Zizek, me gustaría tomar una vez más las palabras de Simmel, que remarcan, justamente, el peso de la escritura histórica de la sociedad en ese maravilloso primer plano del rostro de Chaplin. Por más extensa que sea la cita, considero que es de vital importancia para entender el efecto metafórico que se produce en dicha escena:

La intimidad de esta relación procede del hecho notable de que la mirada dirigida al otro, la mirada escrutadora es, en sí misma, expresiva; y lo es por la manera de mirar. En la mirada que el otro recoge, se manifiesta uno a sí mismo. En el mismo acto en que el sujeto trata de conocer al objeto, se entrega a su vez a este objeto. No podemos percibir con los ojos sin ser percibidos al mismo tiempo. La mirada propia revela al otro el alma al tratar de descubrir el alma del otro. Pero como esto, evidentemente, solo sucede mirándose cara a cara, de modo inmediato, nos encontramos aquí con la reciprocidad más perfecta que existe en todo el campo de las relaciones humanas.
Se comprende pues, porqué la vergüenza nos hace bajar los ojos al suelo, evitar la mirada del otro. No sólo porque de esta manera prescindimos de comprobar que el otro nos mira en situación tan penosa y desconcertante, sino por un motivo más profundo; y es que al bajar la vista privamos al otro de una posibilidad de conocernos, la mirada a los ojos del Otro no sólo me sirve para conocerle yo a él, sino que le sirve a él para conocerme a mí. En la línea que une a ambos ojos, cada cual transmite al otro la propia personalidad, el propio estado de ánimo, el propio impulso. En esta relación sensible inmediata encuentra aplicación efectiva la “política del avestruz”; el que no mira al otro escapa realmente, hasta cierto punto, a su mirada. Para que el hombre se halle completamente ante el otro, no basta que este le mire a él, es preciso que él también mire al otro.[11]

Schnaith también subraya, justamente, el carácter trágico de esta escena al mencionar lo que sucede cuando se descubre esa herida, que representa lo real.

Ya no hay verdad ni ilusión, certeza ni apariencia, donde ponernos al abrigo de este último desengaño. Todos los signos que nos aluden llevan la marca del conflicto; un juego de sentidos que se superponen y se desmienten entre sí sin desembocar en ninguna revelación cuya evidencia nos devolviera a la paz de una imagen clara y válida de nosotros mismos. En ello se deja entrever la especificidad de nuestra propia herida histórica: nos ha dejado sin refugio donde escudarnos contra la ambigüedad de los significados que perfilan la autopercepción del sujeto y de su mundo. El yo y sus circunstancias deben ahora someterse a una tarea de autointerpretación e interpretación inacabable.



“finalmente, la carta llega a su destino”.

Con lo cual, el final, entonces, lejos de ser feliz, se vuelve trágico. Chaplin, sin poder escapar, debe descubrirse, asumirse como tal, desnudarse ante la muchacha, que lo reconoce a través del tacto. Ya no tiene escapatoria, y ella tampoco, puesto que debe ver ese golpe de lo real que mencionábamos anteriormente: Chaplin, como signo purificador, devuelve el reflejo verdadero a la construcción del imaginario, algo que es, por naturaleza, imperfecto, y nunca obedece a las leyes simbólicas de nuestra construcción imaginaria. En palabras de Zizek:

La carta llega a su destino cuando ya no somos los “ocupantes” de los lugares vacíos de la estructura fantasmática de otro, esto es, cuando el otro finalmente “abre sus ojos” y comprende que la carta real no es el mensaje que supuestamente traemos [el rol de hombre rico que juega Charlot en el imaginario de la muchacha] sino nuestro ser en sí mismo, el objeto que en nosotros se resiste a la simbolización. Y es precisamente esta separación la que tiene lugar en la escena final de Luces de la Ciudad(…)
Y el genio de Chaplin lo atestigua el hecho de que decidiera terminar la película de una manera tan brusca e inesperada, en el momento mismo de la revelación del vagabundo: el film NO responde a la pregunta “¿La muchacha lo aceptará o no?” La idea de que sí lo hará y que de ahí en más ambos vivirán felices no tiene ningún tipo de fundamento en el film. Es decir, para el final feliz habitual necesitaríamos una contratoma adicional a la del vagabundo mirando esperanzado y tembloroso a la muchacha: una toma de esta retribuyéndolo con una señal de aceptación, por ejemplo, y luego, tal vez, una de ambos abrazándose. No encontramos nada de este tipo en el film: se termina en el momento de incertidumbre y apertura absolutas cuando la muchacha –y, junto con ella, nosotros los espectadores- se enfrenta directamente con la cuestión del “amor por el prójimo”. ¿Es esta criatura ridícula y torpe cuya presencia masiva nos golpea de súbito con una proximidad casi insoportable realmente digna de su amor? ¿Podrá ella aceptar, hacerse cargo de este paria social que ha conseguido en respuesta a su ardiente deseo? [12]

Justamente, la película se esmera en no responder este interrogante, acentuando así el carácter casi trágico, impredecible, de ese final. De alguna forma, se puede decir que finalmente los roles se invierten: si él antes era un “hombre rico” (aun en ese imaginario) que salvaba a una muchacha pobre, ahora hay una muchacha rica (o económicamente cómoda) frente a un hombre pobre y esto, como vimos al comienzo, al analizar la problemática de la relación entre el burgués y Charlot, siempre produce consecuencias sociológicas complejas, por construir, de hecho, diferencias ideológicas de comportamiento muy fuertes. En efecto, el burgués sólo se permitía la amistad con este hombre a través de un comportamiento dionisíaco autodestructivo, llevando las cosas hacia ese lugar donde “no había ya más nada que perder”. Uno puede imaginarse, entonces, sin mucho aventurar, que ya de por sí la situación final presenta un escenario complejo de relaciones humanas; con el cual hace que sea de una fuerza poética cinematográficamente inmensa.







Bibliografía consultada:

·         Foucault, Michel – Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión – Siglo Veintiuno Editores, 1975.
·         Marí, Enrique E. - Racionalidad e imaginario social en el discurso del orden – Apunte de cátedra.
·         Schnaith, Nelly – Las Heridas de Narciso. Ensayos sobre el descentramiento del sujeto – Catálogos, Bs. As., 1990
·         Simmel, Georg – Digresión sobre una sociología de los sentidos – Apunte de cátedra
·         Zeitlin, Irving – Ideología y teoría sociológica – Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1997
·         Zizek, Slavoj – ¡Goza tu síntoma! Jacques Lacan dentro y fuera de Hollywood – Ed. Nueva Visión, Bs. As. 1994
·         Zizek, Slavoj – Visión de Paralaje – Ed. Fondo de Cultura Económica, Bs. As., 2006







[1] Simmel, Georg – Digresión sobre una sociología de los sentidos – Apunte de cátedra - pág. 237
[2] Zeitlin, Irving – Ideología y teoría sociológica – Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1997 – pág. 114          
[3] Zeitlin, Irving – Ideología y teoría sociológica – Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1997 – pág. 115
[4] Zeitlin, Irving – Ideología y teoría sociológica – Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1997 – pág. 116
[5] Zizek, Slavoj - ¡Goza tu síntoma! Jacques Lacan dentro y fuera de Hollywood – Ed. Nueva Visión, Bs. As. 1994 – Pág. 16.
[6] Simmel, Georg – Digresión sobre una sociología de los sentidos – Apunte de cátedra - pág. 238
[7] Simmel, Georg – Digresión sobre una sociología de los sentidos – Apunte de cátedra - pág. 241
[8] Zizek, Slavoj - ¡Goza tu síntoma! Jacques Lacan dentro y fuera de Hollywood – Ed. Nueva Visión, Bs. As. 1994 – Pág. 18
[9] Simmel, Georg – Digresión sobre una sociología de los sentidos – Apunte de cátedra - pág. 244
[10] Schnaith, Nelly – Las Heridas de Narciso. Ensayos sobre el descentramiento del sujeto – Catálogos, Bs. As., 1990 – Pág. 64
[11] Simmel, Georg – Digresión sobre una sociología de los sentidos – Apunte de cátedra - pág. 239
[12] Zizek, Slavoj - ¡Goza tu síntoma! Jacques Lacan dentro y fuera de Hollywood – Ed. Nueva Visión, Bs. As. 1994 – Pág. 20

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