lunes, 24 de mayo de 2010

Ser andante.

Se cayó. Creía que estaba andando, fue una sorpresa. El golpe fue tan fuerte, tan rotundo, que en un primer momento lo confundió con la misma muerte. Hubo un estallido, una detonación en el impacto contra el duro, impasible y neutral suelo, que sólo él había podido escuchar. El era el único que sintió verdaderamente la magnitud de ese sonido seco y apagado, pero que por dentro resonaba sin cesar. Esto le dió a entender que él mismo estaba creando esa resonancia. Y con esto, a su vez, comprendió que aún no había muerto. Allí fue cuando comenzó a sentir dolor. Un dolor indescriptible, incesante, real.

Pero también supo en ese instante que habia algo que dolía aún más que el mismo golpe. Eso era lo más indescriptible. Dentro de ese limbo en el que se vio inmerso súbitamente, nada dolía menos que el golpe. Nada le dolía más que el saber que a pesar de todo se iba a poder levantar nuevamente. Y que al levantarse iba a tener que seguir viviendo, iba a tener que hacerse cargo de ese dolor. La idea de la muerte en ese instante, parecía tan atractiva, tan aliviante, que nada dolía tanto como la idea de seguir viviendo. No podía escapar del deseo. No podía negarlo. Por saber que iba a morir, debía seguir viviendo.

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